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Bolivia

29 de Octubre 2012.- La nacionalización de las minas del 31 de octubre de 1952 llevaba implícito el sueño industrial de los bolivianos. Actualmente, habiendo pasado seis décadas, existen varias fundiciones y otras plantas que significan un “gran avance” en el tema (como apunta el expresidente de la Corporación Minera de Bolivia Héctor Córdoba); sin embargo, se está lejos de poder decir que se haya dado el salto industrial. Por otro lado, vincular la industrialización minera al desarrollo puede ser visto como un “mito”, tal como afirma el experto Rolando Jordán.

Es más, los tres primeros periodos del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), que duraron 14 años, no pudieron concretar el sueño de la industria, sino como una expresión de un deseo, es decir, de manera discursiva. “Dos horas después de la partida del presidente Paz Estenssoro al exilio (noviembre de 1964), los militares (comandados por René Barrientos) hacían conocer su primer comunicado sorprendentemente conciliador: ‘ni vencedores, ni vencidos’. [...] ‘La nacionalización de las minas —dijeron— evolucionará rápidamente hacia la sección de codificación de la metalurgia’. Aunque la expresión era impropia, se entendió que se trataba de la fundición de estaño”, escribe Sergio Almaraz en su libro Réquiem para una República (1969). En esta cita se hace evidente que, habiendo muerto el gobierno emenerrista, la industrialización continuaba siendo una meta a futuro.

El objetivo fue dilatándose entre logros y frustraciones, tal como sucede hoy con el Mutún. Para la minería transnacional “es lógico: la actividad minera no necesita un mercado interno y, por tanto, no sólo no le interesa eliminar los obstáculos que estancan el progreso del país, sino más bien le favorece mantenerlos en cuanto que de ellos resulta una mano de obra barata para el laboreo minero y un aprovisionamiento agropecuario igualmente barato”, decía Almaraz en 1969.

En la actualidad, y ya dentro de la economía plural que incorpora la participación en el sector de la empresa privada, las cooperativas y el Estado, que según Juan Collque, es a lo que el Gobierno quiere apuntar, el argumento extraído de Almaraz se complejiza.

Córdoba hace el siguiente recuento de cómo se desarrolló el proceso de la industrialización minera desde 1952: lo primero fueron dos fundiciones “muy importantes” para el país, la de Vinto (para el estaño y posteriormente también para el antimonio, que inicia sus operaciones en 1971) y la de Telamayu (para el bismuto, planificada durante el gobierno de Siles Salinas 1969 y concretada años después de Vinto). “Estas plantas se lograron contra la oposición de mucha gente, pues en minería el que se lleva la tajada mayor es el que tiene la fundición, pues el fundidor exige el precio que quiere”, dice en coincidencia con la anterior cita de Almaraz.

Más tarde —relata el expresidente de Comibol— hubo dificultades “muy serias” con plantas de Comibol como La Palca (fundición para volatilizar minerales de baja ley de estaño construida en los años 70) que funcionó bajo el apoyo del Gobierno ruso, pero después, con el cierre de las minas estatales (1985), dejó de operar. Posteriormente vino “un caso patético”: la planta de Karachipampa. “Hace 30 años, habría sido el salto industrial más importante del país, pues habría permitido procesar minerales complejos que son exportados sin ningún enriquecimiento, pero hubo un boicot para que opere, ahora recién está entrando en funcionamiento, esos fueron los intentos de industrialización en Bolivia antes de la llegada de Evo Morales al gobierno”.

A partir de 2006, sigue la cronología de Córdoba, se recuperó Vinto; se puso en funcionamiento la planta hidrometalúrgica de cobre en Corocoro; se hizo marchar la planta para bismuto en Telamayu, “aunque con deficiencias porque la Comibol no tiene el control de la materia prima, que lo posee la cooperativa Tasna-Rosario”, (...) “que cuando quiere explota bismuto y cuando no, se dedica al wolfram y al estaño, lo que genera un vaivén en la producción”.

Finalmente, detalla los proyectos a corto y mediano plazo como el de Karachipampa, planta que será abierta en noviembre; la industrialización del litio y cloruro de potasio, que ya tiene una planta piloto; la adjudicación de la construcción de dos plantas “gigantes de zinc” (una en Oruro y otra en Potosí), mineral que en este momento es el que, en volumen, más exporta el país y con el que se pierde entre el 40% y 60% del valor que puede alcanzar. La empresa boliviana del oro también está fundiendo este metal y entregándolo al Banco Central; sin embargo, se quiere también exportar, añade.

Frente a todo esto, Rolando Jordán es escéptico, pues afirma que “la industrialización de la minería es un mito de desarrollo”. Desde la primera fundición de estaño en 1970 hasta la fecha —explica— es cierto que se ha ahorrado, pero ese ahorro en relación a la producción total de la exportación ha tenido “casi ningún impacto en la economía nacional”, pues no ha producido otras industrias. En el fondo —asegura— todos los proyectos de fundiciones (“La Palca, Karachipampa y otros”) nos han demostrado que sólo han servido para “que mucha gente lucre y se haga muy rica con la llamada sobrevaloración de inversión y, lo que es peor, el Estado ha terminado pagando haciéndose plantas que nunca operaron, como Karachipampa”.

Según este experto, la experiencia de otros países demuestra que la industrialización, en general, no es el resultado de añadir valor agregado, “sino es el producto de un proceso en el que se hacen inversiones iguales o menores a las de las fundiciones. Sin embargo, en industrias que generan mano de obra y valor agregado el área textil y tradicional sería la ideal en Bolivia, pues las fundiciones no producen empleo ni tienen efectos multiplicadores en la economía”.

La Razón
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